Artículo original: Mari Carmen Duarte Periodista de Viajes National Geographic
Las huellas aborígenes, la belleza salvaje y el apacible encanto de Masca se entretejen para ofrecer al viajero mucho más que un trekking.
Tras una curva de la TF-436 aparece por fin el mágico perfil de Masca. A pesar de su complicado acceso, es el segundo enclave natural más visitado de Tenerife después del Teide. Preservado por su apenas centenar de habitantes, arremolinados de manera admirable sobre el poco terreno que el escarpado barranco dejó para ellos, el pueblo, bajo la atenta mirada del Roque Catana, guarda aún la esencia de su pasado guanche.
El Parque Rural de Teno donde se ubica el caserío, que pertenece al municipio de Buenavista del Norte, es un espectáculo aparte que dista mucho del que se ofrece kilómetros más allá. El macizo de Teno, de 1.300 metros de altitud, compone una ínsula dentro de otra, pues según cuentan sus orígenes, Teno fue una pequeña isla que más tarde se uniría a otras para formar lo que hoy es Tenerife.
Su aislamiento natural, entre valles y barrancos, permitió durante milenios conservar no solo su biodiversidad, sino también su arquitectura y sus tradiciones. Decía en tono jocoso el clérigo Dámaso Quesada de Chaves, a principios del siglo XVIII, que Masca tomó ese nombre “por la fatiga en llegar a él en su penosa subida y bajada, para cuya empresa es preciso el haber bien comido”.
Hasta la década de los 60, llegar a Masca sólo era posible caminando o en asno. Ahora la carretera, aun así vertiginosa, estrecha y con precipicios que cortan la respiración, la conecta con Santiago del Teide como antes lo hizo el Camino de los Guanches, incitando a parar en sus miradores para maravillarse con la magnitud del macizo.
Encanto en miniatura
Apenas un puñado de calles repartidas en cuatro núcleos coronan los lomos de un caserío declarado Lugar de Interés Etnográfico e Histórico y Bien de Interés Cultural. Decenas de casas reflejan la arquitectura tradicional canaria, con sus tejas curvas, sus piedras volcánicas y su madera de tea, siempre con alguna flor adornándolas, como es típico en el archipiélago.
Las empinadas calles empedradas suben y bajan entre el roque que las cobija y la coqueta ermita del siglo XVIII, ubicada en la plaza principal y acompañada de un majestuoso laurel de Indias. A su sombra se resguardan de tanto en tanto músicos o puestos de artesanos, que vertebran la esencia de Masca junto a los olores que se escapan de las cocinas de los pequeños restaurantes que miran, al igual que el espléndido balcón, al barranco que se precipita hacia el océano.
El visitante podría caer en el error de pensar que no hay mucho que hacer en apenas unos pasos, pero no es el caso: Masca es más de lo que está a la vista. En el Museo Etnográfico, ubicado en la antigua escuela guanche, o en el Centro de Visitantes, muy cercano a la ermita, los curiosos pueden sacarle mucho más jugo al caserío que un paseo entre sus bellas construcciones con el telón de fondo del valle.
De hecho, los guachinches, como se conoce a los restaurantes tradicionales, sirven platos que no solo están deliciosos, sino que atestiguan la importancia que la agricultura tuvo en los orígenes del caserío, cuando los vecinos vivían exclusivamente del campo, y sirven de punto de partida para conocer su historia.
Agricultura heroica
El queso frito, el helado y la mermelada de tuno, la cabra en salsa, el quesillo o la mousse de gofio se suceden en los menús que saborean los visitantes de Masca. Aunque ahora vive entregada en gran parte al turismo, antaño fue elegida por los aborígenes, a pesar de su difícil ubicación, para formar su hogar. Las materias primas de los platos de hoy proceden de una larga tradición de agricultura que implantaron los guanches y cuyos vestigios se siguen viendo ahora.
La abundancia de agua de Masca, escasa en otras partes de la isla, hizo que los primeros pobladores asentaran allí sus cultivos y criaran su ganado en sus escarpados riscos, como muestran algunos yacimientos y también la tradición de ambas prácticas, que todavía persiste. Los bancales escalonados acogían papas, cereales, cebollas o batatas, y las cabras daban leche que se traducía en quesos, además de carne.
Algunas de estas terrazas de huertos imposibles siguen existiendo hoy, además, para preservar variedades únicas de papa y otras casi perdidas, como la cebolla de Los Carrizales o el chícharo, además de calabaza o ñame. Las palmeras que envuelven las casas, de las que se extraía miel y hojas para hacer utensilios, siguen haciendo honor a su utilidad. Y las cabras, por supuesto, siguen saltando por los barrancos ajenas a la gravedad.
Un barranco de aventura
Para asomarse a los bancales, es necesario animarse a recorrer una de las sendas más conocidas de la isla, la del Barranco de Masca. Antes usado a diario por los guanches para sacar partido a los trozos de tierra menos escarpados, proveerse de pescado y hacer trueques con los navegantes que llegaban, ahora es recorrido por los turistas. El descenso de 650 metros se alarga casi 5 km hasta la costa. Abierto solo durante los fines de semana, es necesario reservar plaza y realizar el control de acceso en el Centro de Visitantes de Masca.
Los bancales y las cabras no tardan en aparecer, pero tampoco otras especies endémicas y en peligro de extinción, como las tabaibas, las malvas de risco o animales como el guincho, el águila más amenazada del país. Los diques basálticos y el sonido del agua acompañan todo el camino hasta la pequeña playa, donde se puede decidir volver sobre sus pasos o navegar entre Los Gigantes hasta su puerto.
Ficción o no, se cree que el barranco tiene relación con la piratería, pues se cuenta que, por su orografía, era el lugar perfecto para pillar desprevenidos a los barcos españoles que volvían de América cargados de plata y oro para la Corona de Castilla y asaltarlos para quedarse con su botín. Sea como sea, la paz de este arenal, mitad grano fino, mitad piedra, todo negro bañado de azul, es un lugar mágico para descansar y disfrutar de las vistas de La Gomera.
Vestigios aborígenes
Más allá de la agricultura y la ganadería, que han perdurado en el tiempo, los aborígenes dejaron otro rastro tras de sí que aún puede verse en Masca. En la zona del roque de Tarucho, que custodia el conjunto de casas desde las alturas, se han hallado yacimientos arqueológicos que prueban su paso por el lugar. Los grabados rupestres, los petroglifos y los restos sepulcrales demuestran que fue considerado un lugar sagrado.
A pocos metros del mirador de la Cruz de Hilda se encuentra un camino que lleva a otro yacimiento, el del Pico Yeje, donde se encuentra el singular grabado conocido como “Estación Solar de Masca”, y que representa al astro. Además, a su alrededor, pequeñas hendiduras en la roca atestiguan la práctica que se replica en otras islas del archipiélago para recoger agua de lluvia o para realizar ofrendasa los dioses.
Desde este pico, el sendero conocido como Calzada de los Antiguos discurre hasta la montaña de La Fortaleza en un difícil recorrido que culmina en un llano donde se cultivaban cereales. Aljibes, cuevas y eras, ahora colonizadas por la vegetación, muestran cómo los antepasados de los masqueros subsistieron a base de caminos que suponían verdaderas obras de ingeniera en un paraje lleno de barrancos y peligros.